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Barbie, mi querida amiga



A esta entrada del blog le llamo

BARBIE, MI QUERIDA AMIGA


Estoy consciente de que debe haber trescientos mil millones y pico de mujeres y niñas en el mundo con historias para contar acerca de ellas y Barbara "Barbie" Millicent Roberts; sin embargo, prepara la soda y las palomitas de maíz, porque esta que ahora estoy por contarte es la mía.



¿Ya fuiste al cine a ver a Barbie?

  • No


Mi memoria más exacta con Barbie se remonta a una fotografía que mi mamá aún conserva en un viejísimo álbum de fotos, al cual de milagro no le ha dado polilla. En ella solo salimos la muñeca y yo, tratando de posar muy elegantes y alegres para que su Kodak desechable no muriera en el acto por mi falta de destreza frente al lente fotográfico. Por cosas que acostumbraba a hacer con las fotos, mi mami se aseguró de escribirle, en la parte posterior, la fecha en la que el nuevo juguete y yo nos conocimos, sin vernos en la indeseada obligación de decir: "Mucho gusto", cuando esto no es lo que realmente se siente cuando uno conoce a alguien por primera vez.


Para mí fue en la mejor de todas las que aparecen en el calendario. Fue en navidad, justo cuando después de despertarme y aparecer en el árbol decorado, con lágrimas plateadas y destellos de colores, vi una caja rectangular envuelta con papel vintage alusivo al papá de los papás, montado en su trineo capitaneado por el reno de la nariz resplandeciente.


Tan pronto como mis progenitores me dejaron saber que ese era uno de mis regalos lo abrí con la ilusión que a cualquier niña de esa edad le provoca el saber que está a punto de recibir algo de lo que había pedido en su lista y que, en mi caso, quizás no me lo mereciera por comportarme más veces de lo que hubiera querido como los niños que comúnmente aparecen año tras año en la lista de los mal portados de Papá Noel.


Pero, bueno, la cosa es que al descubrir lo que había dentro de la caja exclamé un tremendo: "¡¡¡Wow!!!". Sin embargo, ese "¡Wow!" no fue un "¡Wow!" cualquiera, como decir un "wow” de "sí, ajá". A esa edad —y en esta también—, ese tipo de "¡Wow!" era como un "qué es esto que estoy viendo", como si no fuera posible que algo así pudiera existir.


Pero existía.


Se trataba del prototipo de una mujer, que, al menos en mi caso, aunque nunca me hizo pensar en el concepto de los estereotipos, provocó que por primera vez yo me formara en la cabeza, a veces hueca, una idea más concreta acerca de ella como ser humano.


Eso sucedió cuando yo tenía alrededor de cuatro años —para qué voy a estar escondiéndote a estas alturas las millas que ya he corrido en esta vida—, más exactamente cuando todavía mi mamá se creía que yo era una linda muñeca y me hacía sentir tan única como la nueva amiga de diecinueve años que había acabado de conocer.


Desde, entonces, recuerdo que todo lo que salía por mi boca a partir de ese momento era un "voy a jugar con Barbie", y no un "vamos a jugar con Barbie", porque todavía las niñas más cercanas a mí preferían jugar a ser mamás con el típico bebé ese que en brazos su cabeza pesaba toneladas.


Por eso era por lo que a lo largo de esas edades yo me la pasaba jugando sola la mayor parte del tiempo, entre el tarareo alborotoso y desafinado de mis canciones favoritas, y mami, por consecuencia, se la pasaba detrás de mí todo el día recordándome que, si hacía regueros, ya fuera con los múltiples ejemplares que tenía de la muñeca o con sus juguetes, vestidos, calzados y accesorios, objetos y propiedades, tenía que recogerlos. Era algo así como: "Si haces regueros, los recoges"; obvio.


Tiempo después de haber conocido a Barbie, ya ella dormía y se despertaba conmigo a diario; cosa que hizo que nuestra relación se tornara estrecha y que yo comenzara a verla como mi mejor amiga, y no como un juguete fácilmente adquirido en jugueterías reconocidas como la que, al ver su anuncio comercial en la televisión, me hacía repetir lo que escuchaba sin prestarle atención a lo que ahora de adulta entiendo que sí debí haberle prestado atención: “Yo no quiero ser grande…”.


De la icónica creación de Mattel sabía que había nacido el 9 de marzo de 1959 en Willows, Wisconsin. Que era hija de George y Margaret Roberts. Que tenía tres hermanas y un novio guapísimo llamado Ken. Pero, de igual manera, de ella sabía que era una mujer educada, respetuosa, talentosa y versátil.


Era con la única con la que podía jugar, imaginar, inventar y crear sin enchismarme o pelear.


Juntas hicimos tantas cosas tan divertidas como tristes, desde celebrar un año más de vida soplando velas con pulmones vírgenes hasta despedirnos para siempre de nuestras preciadas mascotas con mantillas sobre la cabeza, todo esto libre de cuestionamientos y sin juzgar nuestros sentimientos.


Paseamos, cocinamos, cantamos; nos vestimos como estrellas de pasarela; estudiamos, nos graduamos, buscamos y conseguimos un sinnúmero de trabajos. Fuimos de tiendas y a salones de belleza. En los pasillos de los centros comerciales parecíamos lo que de verdad éramos, dos "besties" conversando de todo un poco en tanto nos confesábamos la una a la otra y nos guardábamos los secretos más íntimos, casi siempre relacionados con los enamoramientos, con las notitas que recibíamos de parte de los niños preguntándonos si queríamos o no ser sus novias, con el primer beso, ya fuera en la mejilla o de piquito, y con cosas así por el estilo que a corta edad jamás nos hubiéramos atrevido a contarles a nuestros mayores.


En las noches en las que me cagaba del miedo ella era la única que cuidaba de mí y me daba el valor que tanto necesitaba para frenar a mi mente, a la cual le daba con joder a eso de la medianoche, y me hacía pensar que las brujas y los fantasmas eran tan reales como las ganas incontenibles que me daban en ese momento de salir corriendo de mi habitación y aterrizar debajo de las sábanas de mis padres bajo mi completo riesgo.


Como equipo llegamos a proponer, hacer, fracasar, intentar, lograr y superar tantas cosas...


No obstante, entre nosotras las cosas fueron cambiando.


Como todo en la vida, no nos dimos cuenta de cuándo eso pasó; aunque entiendo que mi indiferencia hacia ella tuvo que haber comenzado cuando tuve mi primera menstruación. Ese fue un hito tan difícil de manejar para mí que, por alguna razón, yo ya no podía mirar a Barbie como antes y la castigué. Sin ella tener la culpa de lo que me estaba pasando, comencé a dejarla al margen de los cambios que yo estaba sufriendo y padeciendo mientras ella permanecía apacible, observándome desde una tablilla decorativa que estaba colocada en una de las paredes de mi habitación.


Declaro que en la revuelta en la que me involucré en mi adolescencia no hubo espacio para la pobre muñeca, pero sí para la canción de Aqua.


Tan rápido como en estos tiempos están pasando las semanas, ya habíamos llegado a 1997. Y en las distintas emisoras del país de pronto comenzó a sonar cada vez con un poco más de frecuencia el sencillo Barbie Girl, sencillo que yo me animé a cantar en modo de repetición automática a pesar de que todos a mi alrededor me decían que no fuera grosera, y que me dejara de estar repitiendo como papagayo algo como eso plagado de doble sentido. Y que a mí… ¡Ja!


Al llegar, digamos que, a los veinte, Barbie seguía ocupando el mismo espacio en mi habitación. Sin embargo, ese espacio ahora yo lo necesitaba para ubicar otras cosas de mayor importancia para mí; de manera que la metí con sus cosas en un cajón que estaba hecho del mismo material del que estaba hecha ella. Posteriormente, lo guardé en el angosto armario de mi habitación. Es decir, en el lugar de mi casa en donde todo lo que se metía allí terminaba tirado en el zafacón.


Dos o tres años más tarde, yo ya no vivía en la casa de mis padres porque me dejé calentar las orejas —cosa que a la verdad no viene al caso—. Pero un día cualquiera fui a visitarlos como de costumbre, y me puse a rebuscar en el armario a ver si encontraba unas cosas que necesitaba. Y ahí seguía Barbie, abandonada entre sus cosas dentro del cajón.


Justamente ahora no puedo explicar lo que sentí cuando volví a verla y el recuerdo de la impresión tan hermosa que se llevó aquella niña de cuatro años, cuando la vio por primera vez, pasó por mi mente.


Después de tanto tiempo pienso que para mí no es posible pensar en mi niñez, con todo y lo jodida que fue, sin pensar en Barbie y en nuestro mundo color cliché.


Tampoco es posible para mí, ya de mujer, dejar atrás la inocencia con la que cargaba la pequeña que fui; la imaginación y la creatividad en acción; las memorias y experiencias que resultaron de nuestros juegos, en ocasiones, con otras invitadas, como mamás, abuelas, hermanas, tías, primas, vecinas, amigas; mucho menos lo reconfortante que fue tener a mi alcance una muñeca que me acompañara en los momentos más difíciles por los que atravesé en completo silencio; la visión que me brindó sobre la vida adulta sobre la cual todo el mundo, menos ella, me decía que si quería conocerla tenía que esperar a crecer, minimizando mi curiosidad y sed de conocimiento; y las ganas tan grandes que tenía de ser a mí manera como la creación misma de Ruth Handler cuando llegara a la mayoría de edad:


"una mujer independiente,

con historia y de edición limitada".


Por suerte, en casa nadie me vio. Pero cuando cerré la puerta de ese armario angosto me despedí con un adiós de aquella niña de la foto y su gran amiga. O sea, me despedí a conciencia y con agradecimiento de mi niñez; y por supuesto que al hacerlo lloré.


Lloré a moco tendido y con el rímel transformándome en un horrible panda, porque para mí la señorita Millicent Roberts no era un pedazo de plástico cuidadosamente moldeado para meterle en la cabeza al mundo que su talla era la verdadera perfección hecha mujer. No, para mí ella no era nada de eso; porque eso no era lo que yo veía en ella. Lo que yo veía en ella era la representación de una figura con la que podía identificarme; en esencia, por ser mujer. Una mujer que por medio de su ejemplo me alentaba a ser lo que yo quisiera ser; incluso, una verdadera tomboy de armas tomar cuando me daba con ponerme con esas, piloto de carreras o astronauta.


Así que es por esta, por nuestra bonita historia personal, por lo que el rosa de Barbie, mi querida amiga, siempre vivirá en mí.


Misma (Mt. 22:39)


Querida amiga, dinos si tienes alguna historia con Barbie que puedas compartir. En esta comunidad de mujeres, ¡estamos deseosas de conocerla!


P. D. No olvides que siempre que así lo desees puedes compartir las entradas de este blog con las mujeres que te rodean, con esas que forman parte de tu comunidad femenina.


 

Algunas notas para que nos podamos entender:


1. “Kodak” es el nombre de una marca comercial estadounidense dedicada al diseño, producción y comercialización de equipos fotográficos.


2. El término “besties” significa “mejores amigos”, proviene de la abreviación de “best friend” que en español significa “mejor amigo”.


3. La expresión “repetir como papagayo” se refiere a las veces que una persona repite las cosas sin prestarle atención a lo que realmente está diciendo.


4. La expresión “dejarse calentar las orejas” se refiere a caer en la tentación por lo que una persona nos dice; especialmente, si esta es de nuestro interés sentimental o sexual.


5. La expresión “llorar a moco tendido” se refiere a llorar en exceso.


6. El término “tomboy” se utiliza para referirse a una mujer que comúnmente demuestra una apariencia o actitud consideradas dentro de una cultura como masculinas; independientemente de su orientación sexual.

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Deseo que, aunque yo termine siendo en tu vida un llamado ave de paso, al menos sea uno de esos que saben dejar huellas a lo bonito con la palabra escrita; porque mira que con #MUJERELLAZOQUENOSUNE me propongo a ir tras una mujer a la vez, recordando en todo momento que fuimos llamadas a amar al prójimo como a nosotras mismas".

 

(Mt. 22:39)

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